Un nuevo continente, ¿quién se lo habría podido imaginar? Ya habíamos recorrido y cartografiado toda la superficie del globo terráqueo y, a lo sumo, debería quedar por registrar en los atlas un pedazo de mar que se ha secado o borrar un poco de costa desmoronada.
Pero, de repente, resultó que algo se nos había pasado por alto, algo que ningún atlas reflejaba. Nada más y nada menos que un continente entero: Terra Ultima. Traducido, ese nombre vendría a significar algo así como «el fin del mundo». Tal vez lo mejor hubiera sido que este libro no existiera. Entiéndaseme bien, no tiene nada de malo. Nada en absoluto. Es un regalo para la vista. Además, es interesante. No, no se trata de eso. Lo que me molesta es la cola que este libro podría llegar a traer. Permítaseme explicarlo.
La gente está impaciente por viajar a la Luna y darían millones por lograrlo, pese a que el lugar no es más que un incómodo y tremendo rollazo. Allí no hay nada especial que ver, ni siquiera se puede respirar o andar normalmente. Y, además, parece ser que también hay un fuerte olor a queso.
De modo que, si la gente ya está entusiasmada con algo de tan poca entidad como la Luna, Terra Ultima pasaría a convertirse entonces en algo completamente irresistible. ¿Qué podría ocurrir si a los lectores de este libro se les metiera en la cabeza viajar hasta allí en masa? ¿Qué sucedería si, de repente, aparecieran en las guías turísticas viajes «todo incluido» a este continente virgen? Terra Ultima acabaría destrozada precisamente por culpa de este libro, y eso es algo que no quiero llevar sobre mi conciencia.
Aunque ahora que lo pienso, la posibilidad de que acudan hordas de turistas tampoco es tan grande, porque al fin y al cabo nadie sabe dónde está Terra Ultima. Ningún ser humano sabría cómo llegar hasta aquí, con la excepción del afortunado Deleo, que es una tumba.
DESCUBRIMIENTO, RUTA Y DIMENSIONES
Por mucho que me hubiera gustado que fuera así, Deleo no fue el único que descubrió Terra Ultima, ya que Gilles Jansz, capitán de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, se le adelantó. Por lo demás, ningún libro de historia lo menciona y de Jansz solo se conocía que su barco, el Postiljon, había desaparecido en 1599 en el océano Pacífico sin dejar rastro. Su conocimiento de Terra Ultima no salió a la luz hasta que, siglos más tarde, el Postiljon volvió a aparecer flotando y abandonado en medio del océano Índico. En la bodega se encontraron mapas y dibujos de un continente desconocido y de la vida que allí, a espaldas de la humanidad, se había desarrollado.
El hallazgo causó bastante revuelo en los círculos científicos, todavía lo recuerdo bien, y este acontecimiento tampoco le pasó inadvertido a Deleo. En su archivo encontré un artículo de periódico, con el papel manoseado de tanta lectura, sobre el tesoro que se había encontrado en el Postiljon.
La única pista que ha dado Deleo sobre su ubicación fue nueve años antes de descubrirla: «Debemos buscar Terra Ultima entre Alaska y Asia. Hay que poner rumbo desde el mar de Chukotka hacia el mar de Beaufort y, a continuación, ir con la mira puesta en el golfo Delta». Como broche de oro, Deleo eliminaba cualquier posible resto de ambigüedad: «Desde allí, no hay manera de perderse».
Por último, diré algo sobre las dimensiones de Terra Ultima. No puede afirmarse nada con seguridad basándose en el archivo, salvo que el continente es enorme. En sus anotaciones, Deleo se refiere a «horizontes inmensos» y cadenas montañosas «que se extienden hasta donde la vista alcanza». Abandonó un intento de medir una franja costera al cabo de seis semanas y ochocientos cuarenta y dos kilómetros. «Es cosa de locos, como encontrar una aguja en un pajar», garabateó en su diario.
EL ARCHIVO
No podría haber deseado mejor inicio, porque lo primero que vi fue una pila de dibujos, dibujos originales de todo lo que crece y florece en Terra Ultima. Con manos ligeramente temblorosas, saqué del baúl una lámina al azar. Alguna vez, en alguna revista especializada, ya había visto la obra de Deleo en fotografías, pero nunca a color ni desde tan cerca. Aún podían apreciarse las marcas del lapicero en el bosquejo y soplé para eliminar un resto de goma de borrar. Desde el papel me estaba mirando un bicho. Según la leyenda, era un Octopossum leucostolum y, en efecto, se parecía un poco a un pulpo, pero también a un oso hormiguero. Cogí otra lámina: el Penguilagus pseudopticus (entre un conejo y un pingüino). Volví a abismarme en el dibujo. A lo largo de mis viajes había visto muchas cosas peculiares, pero este tipo de criaturas era nuevo para mí.